Todo tiene su final.
Willie Colón
Hace poco más de un año que mi esposa se fue de la casa. Días antes de nuestro segundo aniversario, me dejó solo. En realidad, nunca sintió felicidad de estar casada conmigo ni de vivir juntos, aunque hábilmente lo aparentaba. Tampoco sintió alegría cuando le tuve de sorpresa a un tenor después de haber vuelto del viaje de su supuesto curso en otro país. Yo procuré cuidarla y hacerle feliz, ayudarle a cumplir sus sueños. Hoy sé que ella se alimentaba de otras fantasías.
Empero, el jardín de la casa aún me parece el lugar más bonito de Quito verás. Yo lo había arreglado con plantas, jarrones y cuadros para que, una mañana poco después de su llegada del aeropuerto, el tenor le cantara desde allí. Sí, fue un fin de semana, era domingo por la mañana. Yo estaba muy emocionado, pero cuando corrí la persiana como un telón y le di la sorpresa, podía ver en su rostro la decepción clarito en cada nota. Y yo me sentía como un sapo porque lo había presentido. Como si supiera desde antes que un día sólo se iba a ir sin dar explicaciones, como un día se fue, sin dar explicaciones. Ella estaba ahí, pero en realidad no estaba. Ni quería estar desde hacía quién sabe cuánto y, ya no me pregunto si alguna vez estuvo. Durante un tiempo hasta me sentí culpable, responsable de que se fuera, porque sentía como si hubiera sido yo quien provocó su traición sólo con el pensamiento.
Tampoco usó nunca una pulsera muy linda que le obsequié en un aniversario. Es que no combina. Y yo, un apasionado del lenguaje, en momentos como ese no le di importancia a lo que decía y a lo que no decía. Supongo que a veces la realidad no seduce tanto como la fantasía. Pero veo que, desde ese entonces, tampoco yo estaba aceptando la realidad. Quizá por esa misma dificultad me ha costado más de un año prepararme para el divorcio. Pero durante este no tiempo he vivido, me he reencontrado a veces a madrazos, con mi realidad.
El martes pasado firmé mi divorcio a la hora del almuerzo. Tres años y tres meses duró mi matrimonio. Camino de vuelta a mi biblioteca veía por la ventana el camino para distraerme y pensé algo así como: mira el mundo sigue igual, no pasa nada. Pero de inmediato respondieron esas voces que me acompañan: No, ahora todo es mejor. Nada es igual, todo ha cambiado. Recordé también que meses antes pensaba ¿Cómo sanarme del divorcio? Y esas mismas voces me dijeron: para sanarte del divorcio, primero tienes que divorciarte. Tan lógico y difícil de aceptar. De pronto había sentido las cosas con mucho dramatismo, como si la magia que hubo entre ella y yo de pronto se hubiera convertido en magia negra. Había buscado hasta las explicaciones más delirantes. Pero pienso que no es así, no se trata de magias ni de explicaciones.
Hace algunos años llegué a Quito como extranjero y luego, orgulloso me nacionalicé, reencontrándome conmigo mismo. Pero últimamente, por momentos, me he sentido más extranjero que antes. ¿Sabes? creo que en eso consiste un poco el ser ecuatoriano, en sentirse ajeno. Es una sensación, un ahá moment, un efecto eureka, pondré un ejemplo: El cuadro que seleccioné para este texto es de Luigi Stornaiolo y se llama: Voy en contra de no sé qué y muestra bastante bien, desde el propio título, lo que quiero decir. Él es para mí el pintor quiteño del desencanto, y cuando ella vuelve a mi pensamiento justo así la veo, como si fuera un retrato de Stornaiolo. Ecuador no es algo propio, es algo que resulta ajeno para los ecuatorianos.
Cuando la conocí en México no pensé que ella sería la razón por la que llegaría a Ecuador, pero sé con toda claridad que no es por ella por lo que me quedo. No es ella la razón por la que cocino fanesca, ni por la que escucho pasillos. No es ella la razón por la que leo a Icaza o a Raúl Pérez Torres ni la razón por la que el fin de año me vestiré de viuda. Una amiga me dijo: te convertiste en su peor enemigo, porque no le hiciste nada.
Ernesto Zavala
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