Por: Cristopher Escamilla Arrieta
Atemorizado por el horror que provocó en su cuerpo tembloroso aquel suspiro de muerte, el niño no supo qué más hacer. Sus días de sonrisas truncadas y juegos sin diversión terminaron.
Jaló el gatillo y ni el sollozo irrumpió esa pesadumbre. Fueron sólo unos segundos rápidos, violentos, salpicados de carmesí y sesos.
Su hermanito cayó al piso y el golpe alarmó la tranquilidad de la casa. La madre corrió tras escuchar la detonación, allanó la habitación y observó el cuadro atroz que estaba por firmar el autor.
Irrumpió en el silencio una segunda descarga: al fin se liberó de eso que no era un hogar como se lo presumían sus compañeros de la escuela.
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