Nos dimos cita por la tarde en una cafetería a las afueras de la ciudad. Debido a nuestro trabajo, era inconveniente y peligroso que nos vieran juntos en cualquier sitio del centro y sus alrededores. La periferia era segura, o cuando menos no nos habíamos enterado de que ningún agente fuera asesinado allí.
En medio de la nada, donde se ubicaba la cafetería, sólo trabajaban una camarera y un cocinero. Luego de sentarnos en un gabinete y ordenar un par de tazas de café, comenzamos a hablar.
El agente me extendió un sobre.
—Es confidencial. Cuídalo como si de ello dependiera tu vida y no lo abras, sólo entrégalo a quien corresponde. Estamos cerca del final de la misión; por eso, ahora más que nunca, debemos tener ojos hasta en la nuca. —Terminó de sentenciar para luego darle un largo sorbo a su humeante taza de café.
—¿Y después qué? —le pregunté mientras paseaba los dedos por encima de las bolsitas de azúcar acomodades en un despachador, a la búsqueda de alguno que fuera sustituto.
La pregunta no pareció hacerle sentido.
—¿Después qué de qué? Es todo. Por lo que sé, tu último encargo dentro de la agencia es éste; luego entregas tus identificaciones, tu arma, y ya está. Te jubilas y te dedicas a lo que sea que te quieras dedicar. ¿Estamos?
Ahora yo era el confundido. No podía ser tan fácil. Nada es tan fácil. Había matado a más de cincuenta personas cuyo rastro fue borrado de la faz de la Tierra eficazmente, pero el cargo de conciencia era algo que me perseguía como un demonio burlón. Que todo terminara sin más no podía ser buena señal.
Miré al agente R646 con recelo mientras terminaba su taza de café en silencio. Era alguien joven, apuesto y su fisionomía era perfecta para el trabajo: nadie podría imaginar que detrás de ese rostro esculpido por querubines se encontrara una terrible máquina de matar.
—Me voy a quedar a desayunar, ¿quieres algo más? —le dije mientras levantaba la mano y la camarera se acercaba rápidamente a nuestra mesa. Ordené el desayuno número tres, huevos fritos con jamón y pan tostado.
Del bolsillo de su saco tomó la cartera y extrajo un billete de cincuenta pesos que dejó sobre la mesa.
—Yo me voy —se incorporó e hizo un gesto para que me levantara—. Yo sé que esto está prohibido, pero qué más da. Quiero darle un abrazo; sin sus lecciones yo no sería quien soy ahora.
Le eché una mirada amistosa, pero me rehusé a levantarme; en vez de eso, alcé un pulgar en el aire y le deseé la mejor de las suertes. Acto seguido, él replicó mi gesto y, esbozando una sonrisa de apariencia honesta, salió de la cafetería.
Algo no estaba bien. ¿Tantas molestias sólo para entregar un mugroso sobre? Definitivamente todo era extraño.
Entonces lo entendí.
El agente no era tonto; esperaría en su coche antes de poder hacer cualquier movimiento. El sobre sólo sería una treta algo estúpida para despistar. Me vería salir de la cafetería y finalmente allí, en medio de aquella nada donde ni el ojo de dios hacía presencia, acabaría con mi vida.
Hice tiempo pensando en cómo enfrentar la situación. R646 era, cuando menos, veinte o treinta años menor que yo. Por otra parte, yo era un viejo que bien podría pasar desapercibido en una banca del parque alimentando palomas; pero es justo gracias a esa percepción de vejez que me había vuelto bastante bueno en mi labor, sobre todo durante los últimos años. Después de todo, ¿quién sospecharía de un viejo visiblemente cansado como una persona capaz de asesinar a sangre fría? Nadie.
Terminé el desayuno, pagué la cuenta y agradecí a la camarera. Al salir del establecimiento con la pistola escondida entre la ropa y el silenciador habilitado, estaba preparado para lo que pudiera acontecer apenas abandonara la cafetería. Miré a un lado y a otro. De inmediato me percaté de que no estaba solo.
Tres segundos, a veces menos y nunca más, es el tiempo previamente cronometrado que me toma desenfundar un arma y disparar. Tres segundos y ya había sacado la pistola, puesto el dedo en el gatillo y disparado en dirección al solitario hombre que me miraba a lo lejos.
Una sola bala silbó por los aires. El sujeto cayó al suelo sin oportunidad alguna de reincorporarse. Le había apuntado preciso, justo directo a la cabeza.
Conforme me acercaba al cuerpo inerte, tuve la sensación de que alguien había estado observado todo, y ahora sólo esperaba el momento adecuado para hacer su aparición. Es verdaderamente una lástima que algunos reflejos mejoren con el tiempo, mientras que otros se vuelvan cada vez más torpes. Antes de que pudiera darme cuenta, una bala me mordió por la espalda, seguida de una más y otra más; todas en perfecto silencio y sin ningún desperdicio, claramente enfocadas en matar.
Esa mañana, previo a mi encuentro con R646 lo decidí: llevaría puesto un chaleco antibalas ligero. Él había sido mi aprendiz y yo, más que ninguna otra persona, sabía de lo que era capaz.
—En este trabajo la lealtad no es algo útil. Siempre se trabaja mejor en solitario y no se debe confiar en nadie, ni siquiera en aquellos a los que aprendes a apreciar. Grábatelo —le dije en algún momento de su entrenamiento. Él sonrió, casi como si no quisiera creerlo, y poco después mostrándose firme, parecía convencido de que mis palabras eran una especie de testamento bíblico imposible de evadir.
Cuando me volví para disparar, vi apenas por un segundo el hermoso rostro del agente R646 antes de que una bala le atravesara la tráquea. Cayó al suelo de rodillas, intentando contener la hemorragia con ambas manos. Su expresión natural, altiva y sonriente, comenzó a palidecer y a mutar en horror; un horror desconocido: el de la propia muerte.
El chaleco había funcionado de mil maravillas. Tal vez tenía un par de costillas rotas, pero nada realmente grave. Cogí ambos cadáveres y los metí al maletero de mi vehículo. Mi -ya de por sí- pesado cargo de consciencia había aumentado su volumen en un par de minutos líquidos: el hombre a quien aniquilé primero resultó víctima de las circunstancias; murió por querer tomarse un descanso en aquel sitio en medio de la nada. En tanto el segundo, el agente R646, al que consideraba prácticamente como el hijo que nunca tuve, me vi obligado a asesinarlo para vivir. Me había salvado “quizá por un pelo”, pero aquella victoria no dejaba de tener un resabio amargo. Todavía lo tiene su recuerdo.
Ya en el automóvil, mientras me ponía el cinturón de seguridad, extraje el sobre de uno de mis bolsillos; lo había guardado allí mientras desayunaba y, después de lo acontecido, se revelaba como el único sitio para hallar respuestas. Leí el nombre del destinatario, que literalmente estaba en chino y, siendo tan ridículo aquello, procedí a abrir el sobre. La hoja en su interior tenía impreso el siguiente mensaje:
¡Felicidades!
Ha sido usted seleccionado para transformarse en jefe de operaciones de la División R. A partir de este momento le damos la más cordial bienvenida.
Recuerde que esta empresa no discrimina a ninguno de sus miembros; sea usted joven o viejo, son sus habilidades las que realmente nos importan.
¡Siga como hasta ahora y llegará lejos!
Eso era todo.
Ninguno de los agentes quiere decirlo, pero todos lo saben o al menos lo intuyen: este no es un trabajo del que te puedas jubilar.