Toda luna, todo año, todo día,
todo viento, camina y pasa también,
también toda sangre llega,
al lugar de su quietud.
Chilam Balam
Estoy escuchando un conversatorio sobre memoria indígena en una iglesia antigua en el centro histórico de Quito. Hay representantes de varios de los denominados como “pueblos y nacionalidades”: Tsáchilas, Montubios, Shuar, Esmeraldeños, entre otros. Miro a la derecha y en uno de los principales altares católicos distingo con sorpresa la imagen de una inmensa Cruz Chacana, símbolo andino prehispánico que para algunos data de hace más de 4000 años. Cruza por mi mente aquella idea de que el catolicismo efectivamente es el “fantasma del imperio romano”, razón por la que termina integrando elementos de cada uno de los sitios a los que llega. Pero el evento se alarga y complica, algunos hablan en quechua. Yo en cambio no puedo evitar observar de pronto todo como una performance: un acto de resistencia, reagruparnos para urdir un plan y repeler, quinientos años después, a los conquistadores españoles. Algunos participan desde fuera de la mesa principal, se toca en intermedios música con instrumentos a la usanza andina. Todos llevan su propia indumentaria, una mujer al moverse provoca con sus Chajchas, cascabeles de pezuñas, sonidos literalmente inauditos. Aquí la Chacana, sutil, floreciente, inmarcesible, es venerada discretamente. La memoria no se conquista pues con las armas.
Salgo, pero me doy cuenta de que en las calles las piedras de los edificios también hablan, sosteniendo no sólo las construcciones sino también otros enigmáticos conversatorios. Se dice que durante la ocupación española se derrumbaron las antiguas edificaciones, en parte para buscar tesoros, en parte para evitar insurrecciones, pero no se dice que también con estas mismas piedras se volvió a construir. Eso lo relatan las paredes de algunos sitios del centro de Quito. Se pueden observar muros de antiguos edificios coloniales, como en el mismo Palacio de Carondelet, donde no sólo hay piedras rectangulares, sino que se pueden encontrar en sus bases piedras de más de cuatro caras, un estilo muy particular de la arquitectura Inca prehispánica. Miro las piedras, las escucho, ellas saben de desengaños, hablan así también del carácter asimétrico serrano.
Muchas veces pueden pasar desapercibidas las formas de construcción, los materiales o la orientación de los escenarios donde estamos, pero otras no. Quizá porque algunos edificios son también actores que representarán varios papeles importantes. Me detengo en otro lugar también en el centro histórico que destaca por su fachada. Es el antiguo “Teatro Bolívar”, construido en 1933 por la firma estadounidense Hoffman y Henon. Decido visitar uno de sus nuevos locales de la planta baja para tomar un café. Pero ya justo al entrar por el acceso principal observo atónito los estragos del incendio que sufrió en 1999 en todo el interior del edificio. Considerado antes edificio símbolo del Art Deco, hoy extrañamente se pretende añadir esta tragedia a su arquitectura. Como si hubiese sido intervenido luce techos y paredes ahumadas, semiderruidas que le dan una estética decadentista. Desde ese salón destruido se puede acceder a dos nuevos locales de café, cada uno de apariencia muy sofisticada.
Estoy atónito, es un contraste sobrecogedor. Me quedo observando a través del vidrio del café las ruinas del teatro, su antiguo piso de mosaicos diminutos y columnas monumentales. Se respira un aire dramático, de épocas fastuosas, pero también el incendio permanece y hasta parece que aún se escuchara el crujir de las llamas. Fijo la mirada en un patrón geométrico que se repite todo alrededor del piso, resultan ser innumerables cruces chacanas. Me sobresalta esa revelación ¿o quizá otra rebelión? Veo el reflejo del vidrio del café donde aparecen antiguas máscaras. Entra una ráfaga de ese aire asfixiante y sopla sofocando mi pecho:
-No son las cruces
-No, son los cruces.
-El teatro arde como el Quito ancestral también ardió.
-…
– ¿No estará todo siempre en llamas?
De pronto en el café recuerdo el conversatorio, pienso que los participantes nos quisieron dar el testimonio de sus propias piedras de más de cuatro caras. Caigo en cuenta de que también todas las personas somos actores; quizá por estar en un “antiguo” teatro eso tenga cierta lógica. Más aún, la palabra Persona proviene del latín y literalmente significa Máscara. ¿Qué ha sido de nosotros? Pareciéramos condenados, por voluntad o no, a portar máscaras. Un ardid para burlar la realidad, pero la realidad es la que nos burla. ¿Podríamos reconocernos sin las máscaras?
Hoy también es domingo. Otra firma estadounidense estaría involucrada en la destrucción del Teatro Bolívar. Aquel domingo 8 de agosto de 1999 este lugar ardía en llamas provocadas por una fuga de gas en un local de Pizza Hut en la planta baja del teatro. Resulta que estamos tomando café justo en el lugar donde inició el incendio.