“Personas en condición de calle” se les conoce a quienes, por diversas razones, no tienen un hogar. Aceptando que hogar es un lugar que se compone de habitaciones confortables, cocina, sala, comedor, baño e incluso un pequeño jardín. Así que estas personas que deambulan por las calles de la Ciudad de México con un aspecto que a muchos espanta porque tienen el cuerpo sucio, las ropas hechas añicos y zapatos que lo son porque les cubren los pies.
“De acuerdo con el Censo de Población Callejera elaborado por la Secretaría de Desarrollo Social en 2017, un total de 4,354 personas vivían en las calles de la Ciudad de México; en tanto, 2,400 personas habitaban en albergues públicos y privados. En total, había 6,754 personas callejeras en la capital del país” (Contralínea, 12 de julio de 2024).
Los juzgamos de manera inmediata cuando nos encontramos con ellos y miramos que sus ojos son como una amenaza para nosotros. Los tildamos de violentos, asesinos, violadores, rateros y demás adjetivos sin detenernos a pensar lo que ocurre dentro de ellos tanto en lo mental como en lo sentimental o espiritual. Incluso nuestro gesto es de repulsión. No sabemos si ellos tienen temor, tristeza o una incomprensión de lo que ocurre en el mundo que ya no les pertenece y los desprecia.
Se les puede ver en los jardines públicos en espera de algo que nunca sabremos. No podemos conocer sus interrogantes ni tampoco el origen de sus miedos o de sus actitudes violentas. En esos rostros llenos de mugre asoman los dientes de la risa o de la venganza. Duermen donde les place dormir. Se emborrachan cuando pueden y lo mismo se drogan por puro milagro al no tener la capacidad para comprar un poco de marihuana. El escapar del mundo del dolor por medio de los estimulantes es un consuelo para ellos.
A veces logran formar grupos que intentan apoderarse de un espacio público y comienzan a construir con todo tipo de materiales un techo que les da una esperanza de poder poseer algo en una comunidad donde se arropan, se cuidan y se convierten en familia. Pero el sueño no dura mucho porque las autoridades locales destruyen con fuerza desmedida esos sueños que en un momento se convierten en pesadilla.
La sociedad podrá decir todo lo que quiera sobre estas personas sin techo, que tienen vicios como los tiene todo ser humano, pero las prohibiciones son demasiado estrictas para quienes no tienen siquiera un atisbo de jugar al juego del sistema: la competencia. No tienen esa fuerza por debilidad de carácter, por las adicciones, porque no se sienten parte de este mundo, de esta sociedad.
No es “romantizar” su existencia sino percibir que, como todos, tienen un problema sobre todo psicológico que los hace sentir extraños ante una multitud que los rechaza porque así lo dicta la moral y la ley del más fuerte dentro de nuestro sistema económico.
Aunque se debe reconocer que el gran enemigo de la pobreza, de la miseria, son las adicciones que de manera silenciosa poco a poco se han ido o fueron apoderando de la voluntad de estas personas. ¿Por qué entre ellos existen profesionistas incluso con altas calificaciones académicas? Es el misterio de la mente humana que es impredecible en situaciones que tocan los límites.
En lo personal, tengo conocimiento de tres personas que cayeron en esta situación: dos muy cercanas y una que es lejana pero impactante. Las dos cercanas, que no creo que vivan ya, eran personas tranquilas, amables, solidarias, pero tenían algo en común: las adicciones. Y éstas, cuando son de escaso dinero, no tienen salvación porque se recurre a los químicos baratos que agotan muy rápido la vida de los cuerpos.
La respuesta solidaria hacia ellos es muy difícil de establecer porque cada uno tiene una particularidad en su vida. No son como somos, seres que se puedan adaptar fácilmente a una vida social que los ha rechazado de manera incluso violenta y que sólo ven o perciben una salida en la artificialidad de un estado mental estable por medio de cubrir sus adicciones. Así que seguirá la pregunta sin respuesta: ¿cómo hacemos para aliviar el dolor de estas personas?