Muchos años atrás, en la década de los 20, mi abuelo Rafael se sentía un tanto enfermo. Había un hospital en el lugar donde vivía, el remoto mineral de La Reforma, Coahuila, pero ahí no pudieron curarlo; había que ir a la capital del estado para ver a otros médicos. Su hermano Margarito lo acompañó a tomar el tren, pero le sugirió que, en vez de llegar hasta Saltillo, se bajaran en Espinazo para consultar al Niño Fidencio. Mi abuelo rechazó tal propuesta y su hermano le dejó de hablar un tiempo por negarse a recibir el auxilio divino.
Entre los años 20 y 40 del siglo XX, miles de personas acudían a Espinazo, pequeña ranchería ubicada en los límites de Coahuila y Nuevo León, para ver al prodigioso Niño Fidencio y solicitarle curaciones. El pueblo contaba con pocos habitantes, unos 150, pero desde que Fidencio Constantino Síntora comenzó a atender enfermos y a curar a muchos de ellos, la población aumentó y se llegaron a contabilizar en el lugar entre 12 y 30 mil personas.
Fidencio (1898–1938) era un hombre sin estudios ni oficio y trabajaba como peón en una gran hacienda. No desarrolló la madurez sexual, hablaba con voz aflautada y era lampiño, por lo cual se ganó el apodo de “Niño”. En algún momento de su vida había aprendido a usar la herbolaria y quizá tenía el don de videncia y sanación pues curaba por medio de la imposición de las manos. Con esas habilidades, Fidencio decidió ayudar a la gente humilde de las rancherías vecinas: jornaleros, campesinos o mineros que no podían pagar consultas médicas. Poco a poco, la gente comenzó a acudir a buscar al Niño por la eficacia de sus remedios y por tratarse de un servicio gratuito.
Se ha documentado la habilidad de Fidencio para curar. Algunos pacientes se le morían, pero muchos otros se recuperaban de males tan diversos como tumores, convulsiones, parálisis o infecciones. La fama del Niño se consolidó cuando curó a Teodoro Von Wernich, magnate de ascendencia alemana dueño de haciendas y minas, de un padecimiento infeccioso en las piernas que podía causarle la amputación de ambos miembros. Por medio de emplastos de tomate y hierbas medicinales, Fidencio le devolvió la salud al terrateniente quien conservó intactas sus extremidades. El hombre agradecido –o vislumbrando oportunidades de negocio– publicó en diarios de circulación nacional insertos que exaltaban al Niño y que fungieron como ingente campaña de publicidad. A partir de entonces, la gente acudió en masa a buscarlo a aquella ranchería polvorienta que devino en sitio de peregrinación sagrada.
La intuición de Fidencio lo llevó a establecer al menos tres lugares de curación: un árbol de pirul a la entrada de la ranchería donde los pacientes caminaban en círculos mientras él profería oraciones y lanzaba frutas; un charco lodoso para bañar a los enfermos en cuyas aguas se mezclaban raíces de plantas curativas como la gobernadora; y un columpio en donde se subían las personas aquejadas con enfermedades nerviosas o convulsiones. Con estas improvisadas terapias atendía a grupos grandes de personas mientras que a los más graves los atendía de uno por uno y, temerariamente, operaba algunos con vidrios de botellas rotas o pinzas de electricista.
En 1927 ocurrió un terrible derrumbe en una de las 4 minas del mineral de La Reforma y muchos heridos fueron llevados con Fidencio para recibir su auxilio. El miércoles 8 de febrero de 1928, el presidente Plutarco Elías Calles acudió a ver al Niño para tratarse de una enfermedad infecciosa de la piel –quizá era lepra– y fue tratado con éxito con un emplasto de miel, pétalos de rosas y hierbas medicinales. Eventos ampliamente documentados como estos fueron la constatación de la sabiduría médica de Fidencio, pero también de su halo de santidad y poderes mágico-religiosos. Aunque el Niño invocaba a Jesucristo en sus sesiones y decía curar por intermediación de Dios y la Virgen María, los dolientes veían en él a un hombre santo, sin mayor poder que el propio.
Por las calles de Espinazo
A pesar de no haberse atendido con el Niño Fidencio, mi abuelo Rafael sí llegó a visitar Espinazo acompañando a amigos y familiares. Él me relató algunos detalles un tanto espeluznantes del lugar que, en su época, estaba permanentemente concurrido por la presencia del Niño. Me decía que, al llegar –usualmente en el tren de pasajeros ya desparecido, sólo pasan por ahí trenes de carga– era indispensable darle tres vueltas al pirul, frondoso árbol que surge en medio del terreno árido a la entrada del pueblo. En el árbol se depositaban las primeras ofrendas: comida, veladoras, flores de papel, como si el árbol fuera un santo más al que se rendía devoción.
Luego, se transitaba por las calles de tierra de la ranchería hasta llegar a la casa que fungía como hospital del Niño. Ahí, se tenía que hacer cola para verlo o bien, se esperaba a los momentos en que salía y realizaba curaciones masivas. Al verlo, la gente se le abalanzaba, Fidencio apenas podía pasar en medio de la turba.
Una de sus terapias era la inmersión en las aguas lodosas de un charco que, por una parte, se abonaba con hojas y raíces de plantas curativas como la gobernadora; pero también emitía fétidos olores pues el légamo se corrompía con el calor. La otra forma de curación era el columpio donde, según las palabras de mi abuelo, “subía a los locos, los columpiaba y al final los aventaba al suelo”.
Mi abuelo siempre quería irse pronto de Espinazo. Decía que, por la noche, se escuchaban tétricos lamentos y llantos de los enfermos. En el día, el fuerte calor resultaba agobiante y había pocos lugares donde comer, más bien se tenían que preparar alimentos y bebidas para hacer la visita. Como mi abuelo sabía leer y escribir –a diferencia de muchas personas en una época donde no existía la educación pública– no compartía las creencias populares ni esa “fe del carbonero” que impulsaba a la gente ponerse en manos de un taumaturgo bondadoso, pero totalmente intuitivo.
Varias décadas después, en los años 80, algunos familiares que acudieron a Espinazo para conocer este pueblo ya convertido en sitio de peregrinación me decían que era difícil pasar por los caminos de terracería y que en el lugar “no había nada” más que la casa que hoy alberga la tumba del Niño Fidencio. Pocas casas y muy humildes, sin ningún servicio, en resumen, nada qué ver en Espinazo, Nuevo León.
Mi curiosidad era mayor que los obstáculos. Quería visitar ese lugar mítico del que me contaba mi abuelo y que forma parte del imaginario cultural y literario de México. La novela “Polvo” (Editorial Planeta, 2015) del genial escritor Benito Taibo, así como la obra teatral “Espinazo” (FCE, 2017) del dramaturgo poblano Juan Tovar no hicieron sino incrementar mi interés en conocer personalmente el alejado pueblo de Fidencio. Ambas son excelentes obras literarias que abordan el fenómeno popular del Niño Fidencio y recrean aspectos de su vida y personalidad.
La ruta para llegar a Espinazo ha cambiado mucho. La moderna autopista que va de Monterrey a Monclova –en medio de altas y hermosas montañas– permite llegar sin problema a la entrada del pueblo señalada por un monumento dedicado a Fidencio. Los 30 kilómetros que se recorren de la autopista al pueblo están pavimentados y propiamente señalizados. En el camino se ofrecen servicios turísticos como habitaciones con alberca. Desde este camino se alcanza a ver la loma denominada “La Campana” donde Fidencio reunió a 30 mil personas para realizar una curación masiva.
El poblado de Espinazo luce totalmente reformado, a diferencia de la ranchería polvorienta que fue en otras épocas. Calles pavimentadas y enmarcadas por una serie interminable de portales llevan hasta la casa bien pintada de Fidencio. Hay tiendas y restaurantes. El pirul –ya viejo y sin follaje– está rodeado por una cerca de alambre que lo protege. El charco luce sus aguas verdosas en el extremo de una amplia plaza pavimentada y arbolada. Hay monumentos bien diseñados dedicados al Niño y se percibe orden y civilidad en el sitio.
Debo decir que evité las fechas de la festividad de Fidencio: marzo y octubre, donde el pueblo vuelve a atestarse de gente. En los días veraniegos en que acudí, había pocos fieles visitando la tumba, pero por supuesto, portando veladoras, rosarios y flores.
El espacio principal de Espinazo es justamente el sitio de entierro de Fidencio: una tumba portentosa ubicada en una habitación que da a la calle decorada con fotografías del Niño e imágenes religiosas. Sus túnicas coloridas se resguardan en una vitrina, así como otros objetos de uso personal. En la misma casa se puede ver la habitación donde dormía Fidencio y un espacio comunitario en con un escenario donde seguramente se hacen rituales –que no misas pues el culto no está reconocido por la Iglesia Católica.
Como en cualquier otro santuario milagroso del país, en las paredes cuelgan multitud de “milagritos”: pasmosas evidencias de curaciones, vendajes, muletas, agradecimientos escritos y fotografías de personas que atestiguan haber recibido los favores de Fidencio.
Afuera, en los comercios callejeros, se venden veladoras con el retrato del Niño e imágenes de pasta donde Fidencio luce los rayos de la Virgen de Guadalupe o el corazón sangrante del Sagrado Corazón de Jesús, a la par que se ofertan remedios herbolarios y consultas mágicas donde algunas personas denominadas “materias” (antes se les decía “cajitas”) realizan curaciones en nombre de Fidencio.
La personalidad del Niño santo
Mi visita a Espinazo me condujo a varias reflexiones. Me conmueve y me admira la situación de Fidencio que decidió ayudar a la gente humilde sin tener ninguna obligación. Fidencio pudo reservarse para atender a los dolientes ricos amigos del terrateniente o a gente seleccionada por algún representante. Sin embargo, decidió entregarse al público sin importar su propia integridad personal –pues se dice que se quedaba horas sin comer ni dormir por atender enfermos– u otros peligros como el riesgo de contagio o de agresiones por gente contrariada al no recibir la curación esperada o la solución mágica a sus problemas.
Me impresiona cómo en una época sin tecnología de audio o iluminación, Fidencio controlaba a grandes grupos de personas, los movilizaba y coordinaba eficientemente. Hablaba y presidía sesiones masivas sin contar con estudios –se dice que cursó algunos años de primaria en su pueblo de origen, Irámuco, Guanajuato, y en alguna escuela de Mina, Nuevo León. Básicamente, Fidencio era un hombre sencillo, humilde e ingenuo, que gustaba disfrazarse con túnicas y tocados –poseía un claro sentido teatral– y repetía intuitivamente oraciones y consignas derivadas de la religión católica sin estar consagrado.
¿Qué necesidad tenía Fidencio de ejercer esta vida pública? ¿Por qué decidió atender a los enfermos en una ranchería alejada y humilde vez de vivir con tranquilidad en alguna hacienda lujosa? Me despierta emociones encontradas y compasión la vida singular de este personaje que ya forma parte del imaginario religioso mexicano. Sin duda, se trataba de una persona generosa y buena pero también ingenua. Creo firmemente que Fidencio poseía un don sobrenatural de videncia o sanación pues de otra manera la turba lo hubiese destrozado.
Lamentablemente, entonces y ahora, esta fe popular deviene fanatismo. Mucha gente busca soluciones mágicas y ejecuta acciones que perjudican su salud, por ejemplo, acudir al sitio caminando de rodillas. En el extraordinario documental “El niño Fidencio, taumaturgo de Espinazo” (1981) de Nicolás Echavarría pueden verse manifestaciones exageradas de fe como personas que van rodando por el suelo terregoso –en señal de penitencia– o arrastrándose de espaldas. Se capturan imágenes de los “cajitas” en supuestos trances, manoseando o maltratando a los dolientes. Se ve a innumerables personas remojándose en el charco y algunos siendo sumergidos con violencia en sus aguas lodosas.
Sin duda, estas escenas se repiten en la actualidad, durante las fechas conmemorativas de Fidencio, pero –eso sí– no tengo intención de volver para comprobarlo. Deseo que los fieles obtengan lo que buscan, la sanación de sus males o la resignación, sin necesidad de recurrir a los métodos inspirados por Fidencio, pero hoy practicados por personas que no poseen las habilidades del legendario personaje. ¿O sí hay curación por medio de los “cajitas” y por eso sigue siendo tan popular este lejano destino? La bonanza del pueblo, hoy elegantemente decorado por sus numerosos portales de piedra, es evidencia de la aceptación del público décadas después de la desaparición física del Niño.
Conocer la historia de la cultura popular mexicana nos permite entender la identidad de nuestro pueblo y cómo llegamos al momento actual donde persiste el fanatismo y la manipulación de las masas. Por más pensamiento racional y avances de la ciencia que existen en el siglo XXI, hay personas que siguen buscando un milagro de fe.
Referencias:
“El niño Fidencio, taumaturgo de Espinazo”: https://www.youtube.com/watch?v=4EIbhvH97jU
“Niño Fidencio: de Roma a Espinazo”: https://www.youtube.com/watch?v=_HpXQzB_U5w
“Iglesia y fiesta del Niño Fidencio”: https://www.youtube.com/watch?v=gxjNUPv25Ig