Somos producto de nuestro pasado. Somos testigos vivientes de cientos, miles de años de creencias que recorren las profundidades de nuestro diario convivir. Hacemos de lo sobrenatural un puente comunicante con nuestra realidad. Vivimos de manera cotidiana con nuestras esperanzas, nuestros miedos, nuestras particulares maneras de percibir el mundo. Así, la suma de las individualidades, crean un ir y venir por la existencia humana, dando como resultado un río, un mar de profundos sentimientos que desbordan la razón y la hacen a un lado (a la razón) para convertirse en una religión.
La búsqueda de respuestas y la certeza de la existencia de “algo” mucho más fuerte que el hombre -que a su vez lo hace débil- lo hace buscar respuestas en lo inmaterial y convierte su idea, su deseo en algo inalcanzable en esta vida, pero mantiene la certeza de la búsqueda de la felicidad y la paz, como una recompensa por el sacrificio que se vive en lo terreno. Además, alivia la sensación de soledad que genera una angustia al no encontrar, la existencia, un sostén místico. Un punto de reunión entre lo terrenal y lo divino.
En este sentido, en nuestras culturas antiguas y actuales, se vive con la necesidad de tener la posibilidad de la cercanía con lo sobre natural. Tan sólo hace falta una señal para que “la fe mueva las montañas” y donde nace la fe, se construyan los templos para celebrarla.
Así funciona y ha funcionado la triada mito-sacrificio-rito. Todas las religiones se basan en hechos que se transmitieron de generación en generación, lo que les da la autenticidad de la verdad que acompaña a esperanza de una vida mejor en otra dimensión. El ritual es el eslabón que permite establecer el vínculo con el mito y el sacrificio, tal como sucede en nuestro país y en las diferentes religiones.
Así, tenemos un gran punto de reunión en la Ciudad de México que es la basílica de la Virgen de Guadalupe. Es un acto de fe que rebasa las fronteras políticas de todo el continente americano. La gran fecha anual es el 12 de diciembre, cuando personas provenientes de todo el país asisten a un rito que incluso rompe el tiempo histórico.
Lo cierto es que existen otras manifestaciones a lo largo del año que colman el espacio físico de la gran basílica. Son manifestaciones regionales que provienen, sobre todo, del centro del país, de los estados de México, Morelos, Guerrero, Oaxaca, Veracruz, Hidalgo, Querétaro, Guanajuato, Michoacán, principalmente. Tal vez por la cercanía, relativa, de la basílica respecto a los lugares de origen.
El fin de semana anterior los días 10 y 11 de agosto, el gran patio y todas las instalaciones de la basílica recibieron a los habitantes de una región que abarca parte de los estados de Michoacán y Guanajuato que se llama Taranda.
Mujeres, niños, personas mayores, hombres peregrinan alrededor de 10 días para llegar a la Ciudad de México y en específico a la basílica de la Virgen de Guadalupe. El propósito es escuchar una misa, mirar la imagen de la Virgen empotrada al fondo del altar mayor y dar las gracias por los favores cumplidos o pedir alguna bendición que favorezca la vida de los peregrinos.
Sólo quienes viven en el norte de la Ciudad de México perciben estas olas de fe que se repiten año con año y ya con muchas generaciones encima de este caminar incesante que es un ritual que mantiene cohesionada toda una cultura dentro de la religión católica.
Miles de personas viajando con sus propios recursos en busca de sentir una paz interior los hace mantener viva la esperanza de una mejor vida alrededor de una creencia tan profunda como lo es la existencia de seres superiores habitando un cielo lleno de paz y tranquilidad.
Incluso, se puede observar a personas que son originarias o viven una migración forzada por mejores oportunidades de vida, dentro de la basílica. Personas pudientes que estacionan sus autos lujosos dentro de la instalación, hasta personas que no tienen hogar y van a mirar extasiados el manto de Juan Diego. Nunca mejor empleado el verbo “peregrinar” como lo es en este constante anhelo de recibir la gracia divina con una misa, un rezo, una petición, un agradecimiento o una esperanza.
Somos producto de nuestro pasado. Somos testigos vivientes de cientos, miles de años de creencias que recorren las profundidades de nuestro diario convivir. Hacemos de lo sobrenatural un puente comunicante con nuestra realidad. Vivimos de manera cotidiana con nuestras esperanzas, nuestros miedos, nuestras particulares maneras de percibir el mundo. Así, la suma de las individualidades, crean un ir y venir por la existencia humana, dando como resultado un río, un mar de profundos sentimientos que desbordan la razón y la hacen a un lado (a la razón) para convertirse en una religión.
La búsqueda de respuestas y la certeza de la existencia de “algo” mucho más fuerte que el hombre -que a su vez lo hace débil- lo hace buscar respuestas en lo inmaterial y convierte su idea, su deseo en algo inalcanzable en esta vida, pero mantiene la certeza de la búsqueda de la felicidad y la paz, como una recompensa por el sacrificio que se vive en lo terreno. Además, alivia la sensación de soledad que genera una angustia al no encontrar, la existencia, un sostén místico. Un punto de reunión entre lo terrenal y lo divino.
En este sentido, en nuestras culturas antiguas y actuales, se vive con la necesidad de tener la posibilidad de la cercanía con lo sobre natural. Tan sólo hace falta una señal para que “la fe mueva las montañas” y donde nace la fe, se construyan los templos para celebrarla.
Y con la celebración, la certeza de la unión que provoca la religión, la fe.