Aquel niño no era como los demás niños, cortes de pelo en peluquerías caras que les pagaban sus papás, colonias caras que les regalaban por sus cumpleaños, dientes perfectamente alineados producto de mucho dinero en dentistas o de una genética bucal buena. Aquel niño iba a la escuela por ir. Por que no le gustaba una mierda nada de lo que allí se enseñaba. Como por ejemplo enjuagarse con “flúor” por las mañanas antes de rezar. Cerraba su boca por que temía que se riesen de él. Y es que sus dientes estaban todos torcidos. E incluso algunos muy picados. Sería falta de azúcar o el excesivo abuso de dulces. Pero esos dientes se caían. Se caían y rompían como pequeños cachos de cristal frágiles.
Tenía problemas de mentón y por las noches dormía con un aparato enorme que solo le entorpecía. Esos aparatosos hierros con gomas conectadas a un puente en el paladar. Que tiraban y tiraban de el en cada luna. Casi arrancándole el hueso inferior de la mandíbula. Sus radiografías eran macabras. Tenía filas y filas de dientes por salir. Escondidos en su paladar. Deseando coger oxígeno. Cuando esos dientes saliesen sería un espectáculo dantesco. Una mezcla de tiburón y piraña. Un tibu-raña. O una raña-tibu. El caso es que romperían la carne de su paladar y vete tú a saber cuanta distancia alcanzarían. Imaginarlo era bizarro.
Largos y delgados como huesos astillados. Amarillos y picados como si usas una broca contra una pared. Y así fue. El dentista le dijo que en dos meses saldrían y no tardó tanto. Quisieron nacer antes.
Una noche durmiendo la boca se le llenó de sangre y comenzaron a salir aquellas raíces que parecían ramas de jengibre. Ramas secas y delgadas. La piel de su paladar estaba agujereada y parecía un panal de abejas. Pero no había insectos. Sólo dientes. Dientes horrendos saludando a su lengua.
Al levantarse para ir al colegio tenía todo el interior de la boca hinchado y es normal. Los agujeros que tenía en el paladar parecían un queso gruyer. Se fue al baño y se enjuagó, quitándose antes ese aparatoso armatroste metálico que le agarraba las mandíbulas por la noche. Y cuando escupió no había nada. No había sangre.
Pero al levantar la boca al espejo todos aquellos dientes le saludaban. Le habían salido al menos una docena de ellos. Cada uno en un punto del paladar pero continuos y con la piel roja que los recubría realmente inflamada.
Yo había oído hablar de cosas peores como el caso de una mujer, que debido a su notable falta de higiene y la perdida de sus dientes, creó un auténtico ecosistema en sus encías. Aquí no salían dientes. Salían larvas de gusano enredándose por las encías. No docenas. Cientos.
Y es que es una enfermedad bucal. Un pequeño insecto anida dentro y acaban buscando salidas por las encías. Y si no es así. Empujan los dientes y acaban saliendo por los huecos.
Para ese proceso tienen que abrir rajando las encías en diámetro y separarlas para limpiar desde el hueso la epidemia de larvas. Y una vez erradicada. Suturar toda la superficie de encía dañada.
Ese en el mejor de los casos. Por que algunas larvas se alimentan del calcio y desgastan los huesos de la mandíbula. Se de algún caso que tuvieron que usar huesos de mandíbula de cadáver para implantarlo.
Pero él no tuvo tan mala suerte.
Cuando llegó al colegio. Las limpiezas de flúor empezaban. Todos se aclaraban con aquella sustancia rojiza clara. Hacían gárgaras e iban escupiendo en un cubo común. Menuda marranada.
A él le costaba mucho enjuagarse. Y es que esos dientes estaban creciendo muy rápido. Sabía que al salir del colegio visitaría al dentista.
Y así lo hizo. Cuando llegó allí el dentista le miró con cierto horror. Llamó a sus padres y les dijo que tenían que operarlo y extirparle todos. Le sentaron en aquella silla de ese estéril sitio y comenzaron a inyectarle lidocaína en el paladar, tardó poco en hacer efecto. Cuando no sentía nada comenzaron a arrancarle aquellas raíces de jengibre desde dentro. Dejando enormes agujeros vacíos que algunos conectaban con el pasillo de las fosas nasales. Cuando quitaron 6 aquello parecía un campo de golf pequeño y es que era muy escandaloso los prominentes agujeros en aquella carne rosada.
Cuando los quitaron todo aquello no era un paladar. Era un agujero. Sangraba en abundancia y tuvieron que usar anticoagulantes para taponas los agujeros. Después usaron tapones de algodón metiéndolos hasta dentro. Le dijeron como cuidárselo y que en la noche no se lo quitase o se podía desangrar al tener la cabeza tumbada. Se ahogaría en su propia sangre.
Se acostó y durmió con la cabeza ligeramente erguida y es que no quería morir en sus fluidos. Notaba el algodón empaparse por dentro y dilatarse mas y mas. Sus ojos se cerraron y la noche pasó poco a poco.
Cuando abrió los ojos una sensación pastosa inundaba su boca. Su boca estaba húmeda pero a la vez parecía que tenía una masa enorme dentro de ella. Se sobresaltó y fue corriendo al baño. Cuando abrió la boca frente al espejo vio una tremenda masa negruzca mezclado con pequeños restos de algodón blanco. Lo que antes eran muchísimos agujeros sólo conformaban dos enormes agujeros. El algodón taponaba todo creando una masa informe y resbaladiza como si de un pegote de lodo se tratase. Asustado tiró del algodón que fue saliendo como una enorme lombriz. Cuando acabó de soltarlo y lo depositó en el lavabo, se dio cuenta de las dos enormes cavidades que tenía en su paladar. Podía verse las fosas nasales. El cartílago interior rojizo y con cierta translucidez.
Ese día no fue a clase, de echo habló con sus padres para decirles que tenía fiebre y se quedaba en cama. Se colocó el enorme armazón de alambres para su mandíbula y entre sollozos se quedó acurrucado hasta que el cansancio le invadió.
Pasaba muchos días en esa habitación, quizá demasiados. Sin comer, sin salir de ella. Tenía miedo al mirarse al espejo. Y cuando lo hizo, vio que aquello era más y más grande. Ese agujero ya era uno. Y estaba extendiéndose hacia abajo. Ya no sabía si ponerse esos alambres. Lo que si hizo fue hablar con su madre y cuando lo vio lo llevaron directo al hospital. Todo su tejido se estaba muriendo por momentos. Estaba perdiendo su paladar, si seguía así seria un agujero tan enorme que le tragaría a el.
Los médicos lo intervinieron pero tuvieron que cortar toda su mandíbula y arrancar el hueso hasta dejarle sin nada. Con todo el tejido totalmente hundido y perdido. Cosido hacia dentro. Pegado a la garganta. Sólo le quedaba el arco de sus dientes superiores. Era un cráneo con la mitad de la cara sin mandíbula.
Tenia que beber por pajitas directamente hacia la laringe. El sonido del líquido al tragar era espantoso. Su madre a veces le daba potitos los cuales tenía que meter hasta la garganta directamente. Era un cacho de carne retirada de la nariz hacia abajo con ojos de tristeza.
No podía hablar y apenas emitía sonidos. Eran sus ojos la máxima expresión de cualquier cosa. Pasaron muchos meses hasta que pudo comenzar un día a día normal
Un día a día de levantarse para ir al colegio.
El aparatoso trasto de alambre quedaba tirado en un cajón guardado, ya no había nada de donde tirar. Todo estaba perdido…
Ya no había nada que enjuagar… así que dejó el “flúor” para los otros niños.
Esos que se peinan con peinados modernos y se echaban colonias caras. Esos que eran distintos a él.
Sobre el autor. Mikel Balerdi: