El México de los años setenta. La corrupción. El totalitarismo ante cualquier intento de disidencia, que tuvo como punto culminante –más no el único– la matanza de Tlatelolco y otras formas más “sutiles”, pero persistentes hasta nuestros días de la prensa. El idealismo revolucionario y las guerrillas. El autoritarismo tenaz también al seno de las familias, el padre como proveedor si bien ajeno en el día a día de la casa. La belleza femenina construida en el imaginario colectivo por mujeres como María Félix, Miroslava, Carmen Mondragón –o más bien Nahui Olin, pero también Jane Fonda y su inolvidable Barbarella– Anita Ekberg o Goldie Hawn (difícil imaginarla hoy en día como sex symbol y no como la esposa de Santa Claus o la madre de Kate Hudson).
El arte de las décadas pasadas, los grandes muralistas: Rivera, Orozco y Siqueiros- y la terca insistencia de coronarlos como los mejores artistas en la historia de la plástica mexicana. El mercado negro de arte: el hurto de piezas novohispanas o bien el saqueo de sitios arqueológicos que llenaron de dólares los bolsillos de propios y extraños. En ocasiones en operaciones “en lo obscurito” y otras tantas en locales formales –que continúan vigentes– donde aseguran venden “antigüedades”.
Este es el México donde se desarrolla la trama de “La Niña Frida” de David Martín del Campo (1952). Una lectura entretenida que mantiene al lector enganchado con el fin de develar los secretos que hay detrás del suicidio de un adolescente en pleno salón de clases.
Si hoy por hoy, el suicidio sigue siendo objeto de ensayos lo mismo: psicológicos, clínicos y hasta ontológicos, en el México de esos años, el que un joven se diera un balazo en la sien frente a sus compañeros debiera ser sin duda un acontecimiento perturbador y lleno de cuestionamientos, por decir lo menos, tanto para quienes lo presenciaron como evidentemente para la familia del menor.
A mi propia interpretación y/o gusto, esta perturbación y profunda tristeza no queda clara en el texto, pero es el pie para el desarrollo de la novela: Alejandra Allure la madre del joven suicida contrata a Max Retana un eficaz investigador, ex agente de la entonces todo poderosa y aniquilante Dirección Nacional de Seguridad (DNS) quien en un golpe de abrupta conciencia tras los sucesos en la Plaza de las Tres Culturas, deserta de sus filas y se convierte en lo que hoy llamaríamos un detective freelance.
Desde ese momento Retana va encontrando retazos de historias: la vida de Alejandra o Alelú su mote de cariño y en su momento directora del Museo de Orizaba y autora de un libro sobre la vida de Frida Kahlo, por quien su primogénita es bautizada de la misma forma. Lo mismo que el sombrío esposo de Alelú: un ex insurgente ahora cooptado por el PRI –convencido a su vez por su padre, un cacique de Veracruz– que la revolución se debería hacer, en todo caso, “desde las entrañas del sistema”.
¿Quién era Alelú antes de ser la directora de un museo regional? ¿Cómo vivía la familia Negrín en la Ciudad de México, antes de mudarse a Orizaba y que el jefe de familia se insertara por completo en las redes del entonces todo poderoso PRI? ¿Qué sucede en Orizaba y en torno a esta familia en particular que el suicidio de Juan Antonio forma parte de una serie de suicidios? ¿Qué pasa con la niña Frida, la hermana de Juan Antonio quien por momentos cuasi de éxtasis asegura que ella ES Frida Kahlo? ¿estos momentos de éxtasis son prueba de una enfermedad mental, una gran actuación o realmente hay algo más que esconde la joven?
Conforme su investigación avanza, Max Retana irá encontrando estos retazos de historias: locura, amores prohibidos, delitos, rencores, alcoholismo, abusos y perversiones.
No es una lectura esencial, pero indudablemente atrapa al lector –quien feliz y voluntariamente muerde el anzuelo– y lo mantiene al filo de su silla con el claro afán de descubrir que hay detrás del suicidio del joven Juan Antonio Negrín.