Las artesanías son piezas únicas, elaboradas a mano por personas que dedican su vida a ellas para que puedan llegar a los hogares. Además del tiempo y esfuerzo que conllevan, tienen un gran valor porque evocan tradiciones y estrechan lazos familiares. Detrás de cada flor de nochebuena, de cada esfera, de una pieza de cerámica, mini vitral y papel picado hay una inspiración previa que dio paso a esa creación. La Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, visitó a las y los artesanos que hacen posibles los adornos representativos de la navidad y la cultura mexicana para poder contar sus historias.
Son las 8:00 horas. El cobijo y sombra que daban los plásticos negros sobre un invernadero de 3 mil metros cuadrados en San Luis Tlaxialtemalco, Xochimilco, se retira. Comienza un nuevo día de cuidado para las 12 mil nochebuenas que reposan en macetas sobre el piso exponiendo sus brillantes hojas rojas; otras de un amarillo opaco; unas más, rosa moteado, blancas y algunas otras variedades. Están en el último periodo de crecimiento, casi listas para adornar cada rincón de la ciudad en este fin de año.
Mariela Espinosa es la segunda generación de una familia dedicada a la floricultura, tiene 20 años de experiencia en cultivar y dar vida. Para ella, el cuidado de esta flor típica mexicana usada en la época navideña es terapéutica y, a la vez, casi comparable a ser madre, pues conlleva 7 meses de cuidado diario que comienzan en abril o mayo, hasta verlas florecer por completo cada noviembre.
“La floricultura es terapéutica porque la cuidas desde que es una semillita, en su proceso de germinación, de trasplante. (…) Una nochebuena la cuidamos durante 7 meses para que llegue al consumidor final y pueda adornar sus casas. Es como una cantidad de hijos que tienes que cuidar, tiene que establecerse, desarrollarse, crecer y esperar su floración”, reflexiona mientras da indicaciones sobre el riego y cuidado de las nochebuenas.
El sol de la mañana queda opacado dentro del invernadero. En los pasillos, las mangueras con que se riegan las flores, llevadas de un lado a otro, trazan su paso en la tierra húmeda.
Mientras tanto, en “El Cacharro Muciño”, taller de porcelana donde se elaboran tazas, vasos, platos, floreros, lámparas y otros objetos funcionales y piezas decorativas de manera artesanal, todo es de una blancura casi impoluta: paredes que parecieran recién pintadas, la tonelada de luz natural que se derrama por los ventanales, a través de un tragaluz en el área de secado y, de remate, una ligerísima capa de yeso cerámico que cubre la superficie de mesas de trabajo y estanterías.
Rafael Muciño es el dueño y encargado de crear formas únicas con la mezcla especial de sílice, caolín -importado de Nueva Zelanda- y feldespatos. Usa sus manos para comenzar a amasar la creatividad y herramientas con que da forma a una cerámica que, en el proceso, transita por distintas habitaciones de su taller, el cual ha ido habilitando desde hace 12 años, en el segundo piso de la casa familiar en El Molinito, Naucalpan, Estado de México.
Nos cuenta que en fin de año a la variedad de piezas fabricadas se suman la elaboración de esferas de porcelana y peticiones especiales de empresas que ofrecerán regalos a sus empleados.
Ataviado con un delantal de mezclilla salpicado de blanquecinas manchas, Rafael recuerda que en el último semestre de su carrera como Diseñador Industrial tuvo una materia en cerámica, y con la sugerencia de un profesor, continuó su formación en la Escuela de Artesanías del INBAL como técnico artesanal en cerámica, luego continúo aprendiendo en “1050 grados”, un colectivo de Oaxaca.
“Lo que trato de hacer es eficientar las producciones, hacer en tiempo específico la mezcla, el secado de la pasta, el amasado y reproducir cierta cantidad de platos, de vasos y al mismo tiempo, los moldes, tener esa cadena de producción en este espacio. Son ideas de la parte industrial, no nada más es que te salga solo una vez, sino que estudiar las producciones para que tengas la referencia y te salga una, otra y otra vez, cuidando la calidad. El reto no es una pieza única, sino que todas salgan igual”, explica.
Del mismo modo, Josefina Aguilar se venda los antebrazos, ajusta unos gogles y se sienta detrás de un soplete. Con las manos gira delicadamente un tubo de vidrio de uso farmacéutico expuesto a una llama azulada hasta formar una burbuja mediana. En un minuto, esa transparencia está maleable y estira. Por el otro extremo, alargado como pajilla, sopla y el vidrio se infla como globo. En 25 años al frente de J.J.L Esferas Navideñas, Josefina verifica que el tamaño de esas nacientes esferas sea igual a la circunferencia de una lata. Ninguna falla, todas son idénticas.
Una a una, 200 esferas se producen a mano en un día. Javier, esposo de Josefina, sumerge las esferas en pintura azul metálico y espera el secado sobre una cama de aserrín y arena. En otra área de su taller, en Tláhuac, Lupita y Javier, sus hijos, junto con Felipe, su sobrino, y madres autónomas, se encargarán de adornarlas con diamantina, pinceladas con franjas doradas, plateadas, decorarán con figuras novedosas o la petición de algún cliente exigente. También las encasquillan e introducen cuidadosamente en cajas de cartón que se apilan para ofrecerlas en la tienda, abierta al público hace dos años, o en su catálogo por internet.
“Soy de diciembre, a mí me encanta la Navidad y es una de las pocas temporadas donde se reúne la familia y afloran muchos sentimientos de perdón, de aceptación, de unión. Parte de la decoración de nuestras esferas va a estar presente en esos hogares, donde seguramente están compartiendo la mesa, están en unión familiar y esa parte es la que más nos gusta, que en esos momentos bonitos de la familia estamos ahí presentes”, explica Josefina en unos minutos libres entre dar instrucciones sobre los pedidos, recibir llamadas o atender clientes.
En los dos pasillos de la tienda están exhibidas sus novedades sobre mesas. Diversos tamaños, formas de bellotas y personajes, múltiples colores dentro de cajas apiladas que casi alcanzan el techo. Todo porque las ventas no solo aumentan en noviembre sino se mantienen durante el año porque hay para cada ocasión: Día del Amor y la Amistad, Día de las Madres, fiestas patrias, Día de Muertos, bautizos, XV años y bodas. Y sus productos llegan a varios estados del país, a Florida, Estados Unidos, pero con la idea de llegar próximamente a Europa.
Para finalizar nuestro recorrido, visitamos también a Pedro Ortega, quien entrecierra los ojos cada que quiere recordar una fecha, un lugar exacto. Su conversación es detallada y de palabra fluida aderezada con una sonrisa franca. Nacido en el pueblo de San Pedro, Tláhuac, rememora cuando, a los 15 años, acudió a fiestas patronales con rituales en las iglesias, la fiesta en las plazas y el colorido del papel picado que adornaba las calles. Quedó cautivado. Decidió imitar esos trazos en papel de China usando las tijeras de costura de su madre. Hoy es uno de los grandes maestros de este arte popular.
Fue autodidacta. Retomó lo que veía en las tradiciones de los pueblos cercanos, como el Día de Muertos en Mixquic; aprendió cortándose los dedos con navajas de afeitar, con cinceles rústicos; siguiendo los diseños que apreciaba en el Museo de Antropología e Historia del papel picado que elaboraban en Michoacán, hasta ofrecer los suyos desde la década de los 80. Un encuentro fortuito con María Teresa Pomar, investigadora del arte popular, fue el inicio, ganó concursos, continuó con el apoyo de Casart y adornando el estadio en el Mundial México 86; siguieron las exposiciones y la proyección internacional.
Su propuesta es peculiar, distinta a la temática del papel picado tradicional. Es de la vida cotidiana, de la siembra del maíz, bicicletas rodeando el Sol, juegos infantiles, de los mitos como las sirenas y la Llorona y otros elementos de la cultura popular a la que sumó farolas, globos de Cantoya, decoraciones, collage, figuras de cartonería y unos retablos que se alejan de lo religioso.
“He desacralizado el retablo y le he puesto las sirenas de mi pueblo, es una de las protagonistas, son las estrellas; trato otros temas populares y mi pueblo es rico en tradición oral y de ahí hay cosas que retomo para los retablos”, relata en el primer piso de su taller, donde reposan una colección de sombreros de varios de estados, un estante de libros, piezas miniatura de calaveras y su mesa de trabajo con punzones, pinceles, tintas y otras herramientas dispuestas en perfecto orden.
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