Por: Cristopher Escamilla Arrieta
No perdoné su infidelidad. La lujuria aún asomaba en su mirada, lo noté en la reunión cuando pasamos de largo frente al que era mi amigo.
De regreso a casa, irritado por su silencio, paré el coche a la orilla de la carretera, un canalillo corría en paralelo.
Bajé del coche, abrí la cajuela, saqué una palanca, la amenacé por la ventana; ella se había encerrado, ya conocía esos arrebatos. Reventé el cristal. Alcancé su cabellera, la halé hasta sacarla.
Tropecé, resbalé y caí de espaldas en la zanja. La lluvia comenzó, mi esposa corrió a tomar la barra de metal. Se acercó sin prisa, tranquila. Apuntó justo al pecho. Me dejó ahí, con un tajo en el corazón.
Marchas forzadas
Por más obstáculos que la presidenta de la Suprema Corte, Norma Lucía Piña Hernández, quiera poner, la Reforma Judicial se...