Para Bob la vida resultaba sencilla. Un trabajo común de seis horas frente a un monitor, trabajo desde casa con horario de nueve de la mañana a tres de la tarde, un salario básico que le permitía pagar la renta de un cuarto donde tenía lo indispensable: una cocineta con estufa eléctrica de dos parrillas, un sillón reclinable frente a un televisor de 50 pulgadas empotrado en la pared, una pequeña mesa de centro que ocupaba para comer y una cama individual.
A sus 45 años el motor de su vida era dedicar todas las tardes a darse placer mientras recorría decenas de videos porno gratuitos que proyectaba desde su PC a su pantalla gigante.
—¡Esto es vida! —se repetía Bob continuamente. Tranquilidad absoluta, sin lidiar con los traumas de otras personas, cubriendo sus necesidades físicas y materiales, sin verse obligado a socializar salvo para ir a la tienda por pan, jamón, papel higiénico y, claro, cervezas. Todo en una rutina armoniosa entre un trabajo mecánico sin exigencias e imágenes sexuales hiper estimulantes.
Entre la multiplicidad de anuncios que conlleva el free porn un día llamó su atención el anuncio en letras rosas brillantes acompañado de gemidos sugestivos que susurraban: “Hey, llévame a tu cama y hazme tuya siempre que lo desees”.
Bob, abrió los ojos a un tamaño que hasta él mismo desconocía, sus manos empezaron a sudar y sintió cosquilleo en su entrepierna. Urgido, dio click al anuncio. Una ruleta multicolor apareció en la pantalla, giró rápidamente y tringgg una campanilla aguda reveló un descuento del 50 por ciento en la compra de una muñeca inflable que pasaba de mil pesos a sólo 500.
Respiró hondo y se quedó unos segundos mirando con desconfianza aquella oferta, pero tras imaginar todas las tardes que pasaría con ella y, mejor aún, evitar esos horribles calambres en el brazo de tanto masturbarse, tomó su cartera, sacó su tarjeta de débito y eligió a la de labios abombados y rojos que con la boca emulaba una O eterna. Jenny Pink.
En menos de una semana, Jenny Pink llegó desinflada en una caja de cartón de 20 centímetros. Como lobo hambriento, Bob rasgó con las uñas la cinta adhesiva que envolvía a su futura chica, sacó una bolsa de plástico brillante, la abrió y con sumo cuidado tomó a Jenny Pink hasta encontrar la válvula de aire, una tan simple como la de las pelotas playeras, y empezó a inflar.
Primero aparecieron las extremidades de color carne, liso, sin imperfecciones. Luego la cabeza y el torso. Por último, los enormes pechos y unas nalgas más grandes que la cabeza del propio Bob.
Miró el reloj que estaba por dar las nueve. Hasta entonces se dio cuenta de que, por la emoción, ni siquiera puso a calentar su café de la mañana. Muy ansioso por disfrutar a Jenny Pink, maldijo su trabajo, su hora de entrada y todo lo relacionado con permanecer seis interminables horas frente a su computadora.
El tiempo le pareció eterno. Para no estallar, de vez en cuando se quitaba la chancla de plástico y con sus dedos gordos del pie acariciaba la pantorrilla perfecta de su mujer. Tan sólo rozarla, provocaba en él tanta distracción que, durante la videoconferencia del mediodía, su compañero de sistemas tuvo que cerrar su sesión y pedirle que se reincorporara porque pensó que su imagen se había quedado pasmada en un instante en que Bob tenía la boca semiabierta y la mirada al techo, atontado.
Seis en punto. La hora de la comida que diariamente realizaba al concluir sus actividades, se esfumó. Cerró todos los temas laborales, y a diferencia de lo cotidiano donde lo común hubiera sido elegir una página de porno gratis mientras masticaba un sándwich con mucha mayonesa, abrió su reproductor de música, subió el volumen y dio play a la lista titulada: “Rolas cachondas pa´mi chiquibaby”.
Dejando caer un par de hilos de baba, se quitó la ropa se abalanzó sobre Jenny Pink. —“Jenny, hermosa, aliméntame como al niño desnutrido que soy” —balbuceaba Bob.
Se montó en ella mientras le besaba el cuello y apretujaba sus brazos. La cadera de Bob se movía de atrás hacia adelante a una velocidad tal que pudo estar a punto de dislocarse. Tac, tac, tac, tac, tac se escuchaba del sillón reclinable.
La lujuria extrema de Bob lo llevó a apretar ardientemente los enormes senos de Jenny Pink mientras besaba sus colosales labios. Extasiado, reventó majestuosamente en el interior mojado, pero plástico, de su fogosa primeriza, mordió la mejilla abultada y chapeada de Jenny Pink, al mismo tiempo que se escuchó tremendo estallido seguido de un silbido que se llevó a otro mundo las entrañas de la dispuesta mujer.
Reventada. Deshecha. Con el rostro deformado. Bob la vio desfallecer. Hundido en una sórdida soledad se envolvió en el trozo de plástico. Las lágrimas caían como cascada espesa. Su lloriqueo no parecía el de una persona adulta, sino el de un niño al que le robaron su paleta.