Desde finales de los años noventa, cuando la globalización operó un marco de precariedad y feminización del trabajo que trasciende el ámbito de lo doméstico y los cuidados, la obra de Ana Gallardo viene problematizando la privatización de los sentimientos y las relaciones sociales desde una perspectiva que pone en el centro la herida abierta de la violencia contra las mujeres.
Lejos de ocupar el lugar de la víctima, lo que Ana Gallardo busca es poner en escena un deseo de revancha personal y colectiva. Resultado del rechazo de la muerte como técnica represiva, su resentimiento se orienta a la capacidad de hacer mundo y construir otros vínculos con lo vivo; muy distinto, por lo tanto, al rencor de las políticas de odio de quienes sienten haber perdido sus privilegios, los dueños del terror y el olvido, aquellos que amenazan con desaparecer los cuerpos y las vivencias de las madres, hijas y abuelas incapaces de adecuarse a los axiomas coloniales y patriarcales.
Del lugar de la artista dentro de esta pedagogía de la crueldad asoma la experiencia de lo común. Lo que empuja a Ana Gallardo a no cesar en su voluntad de crear —poniéndose en juego mientras se pregunta cómo y con quién aprender a vivir de otro modo— es la posibilidad de hacer algo con los materiales del duelo desde una práctica artística que, si bien no cura, repara y habilita devenires; pero también y, sobre todo, hacer del duelo un proceso público, apelar al recuerdo, darle materia a lo ausente, volverlo activo, teniendo presente a las que mueren antes de lo que deben, en dolor y agonía, mientras se procura hacer realidad los sueños de otras mujeres que, aún con vida, son castigadas por desafiar los mandatos de la reproducción social capitalista. De espaldas a las estrategias identitarias que celebran el sufrimiento como la verdad de cada sujeto, de este recorrido por veinte años de producción sobresale el impulso vital y el inconformismo incluso consigo misma. El compromiso con una lucha que, forjada en la solidaridad con aquellas distintas pero iguales, se materializa en un conjunto de obras atravesadas por testimonios orales, confesiones, relatos escritos a varias manos y escenas de un hacer que confunde lo propio con lo ajeno.
Tembló acá un delirio no se presenta como una retrospectiva. Propone una deriva de muchas posibles. Es una bitácora de los rodeos de Ana Gallardo por el Sur global y sus geografías de violencia necropolítica y extractivista. La dimensión autobiográfica de la exposición no se encierra en el teatro del yo, sino que expone los límites de toda experiencia subjetiva. Que la práctica artística se conciba como tecnología de auto conocimiento y apoyo mutuo, gracias a la participación de un elenco de voces que, como en Antígona de Sófocles, forman familia por fuera de los lazos sanguíneos, contribuye a crear una zona de continuidad donde la crítica de la subyugación —por motivos de raza, sexo, edad, clase y otras formas de represión—, como un terremoto, tiene su réplica en la defensa de los territorios. Pues los traumas de las montañas y los huesos perdidos en la selva no son distintos de los nuestros. La tierra es materia de la memoria.
Disfrútala en la sala 9 del MUAC hasta el 15 de diciembre de 2024.