Me aferro, entonces, al mapa
que esos niños han dibujado en mí
para encontrar un camino propio.
Paulina Simón
A la izquierda tenemos una pequeñita que juega con su celular mientras su familia come mariscos en la carretera. Quizá tiene once años. Su rostro es muy plano, casi inexpresivo, mientras que su peinado es enorme y cubre toda su cabeza. En el celular tiene un juego de acción donde dispara con un rifle desde la azotea de alguna ciudad electrónica. No necesita mayoría de edad para poseer y utilizar armas y fantasías digitales. La pequeña ve a su padre pagando en el mostrador y se acerca a pedirle algo; abre más sus ojos, le sonríe y se le notan agujeros en las mejillas, por un momento vuelve a ser ante él una niña. Un instante después el delirio nuevamente se apodera de sus ojos ahora apenas abiertos, pero mantiene la sonrisa victoriosa. Con su mirada de francotiradora vuelve renovada a su puesto, poseída por su ídolo paterno, después de haberlo visitado en el altar de su imaginación.
A continuación, observamos a una joven que está a cargo del área de comunicación en una empresa. Cree parecer todavía de 28. Su rostro es muy plano, casi inexpresivo, mientras que su peinado es enorme y cubre toda su cabeza. Se siente al último grito de la moda y trata con magistral indiferencia si se le intenta hacer conversa, repitiendo con la mano en la barbilla y sin mirar al interlocutor: no entiendo. Su novio diseña para la misma empresa, es uno más de sus subordinados. Ella es una nueva variedad, una chica neuro tóxica. Cada vez se nota menos, pero aun sonríe cuando se refleja en las pantallas de computadora o en el celular porque siente que está ahí, por un instante, segura. Pero en el fondo sabe que no lo está. Su cuerpo no ha dejado de crecer, se siente imperfecta, desproporcionada. Cree con fe ciega y devoción en todo lo que dice antienvejecimiento. Pone su mano derecha en la barbilla y se imagina como una imagen plana, y piensa: seré una mujer en alta resolución.
Destacando al centro encontramos a una mujer joven que tuvo ya dos hijos. No lleva más la cuenta de sus años. Su rostro es muy plano, casi inexpresivo, mientras que su peinado es enorme y cubre toda su cabeza. Deja que sus pensamientos tengan encuentros y desencuentros observando para descubrir un misterio que contar. A veces camina con las manos en su abdomen como si estuviera embarazada, pero ella sabe que no y que su figura sigue siendo suya y que ahora mismo es más bien sólo suya, aunque sus hijos pequeños bromeen y celebren colgándose de su cintura. A su esposo le han becado muy lejos, ella lo acompañará, dejando notitas, cartas, hojas y más hojas por el camino. Cuando escribe su mirada se ilumina, después parece que se esconde. Se sonríe y se abraza delicadamente a ella misma, respira profundo y parece que consigue de nuevo ya no ver y sólo mira.
De todas, observamos ahora a una hermosa anciana que es la más grande y a la vez, la más pequeña. Cree que va a cumplir 95 pero no está muy segura. Su rostro es muy plano, casi inexpresivo, mientras que su peinado es enorme y cubre toda su cabeza. Está un poco gordita, se nota en su cuello. Aunque le cuesta trabajo, porque está encorvada, todavía camina despacito. Está preocupada por que sus hijos desde hace años disputan por su herencia. Y cree que ya no escucha porque ya no se hablan y cree que ya no ve porque no entiende cómo han cambiado tanto. Su esposo murió hace muchos años, pero sí siente esa compañía con quien a veces habla. Es verdad, es verdad le responde, siempre tuvimos más plata que tiempo.
La última mujer tiene dos cabezas. Siente en cambio que ya no tiene tiempo. Sus rostros son muy planos, casi inexpresivos, mientras que sus peinados son enormes y cubren todas sus cabezas. No se dan cuenta por qué, pero se sienten raras. Aprendieron a vivir con ese dolor postural. Para paliarlo, cambiaron sus pechos y su corazón por unos de silicón quirúrgico. Pero tienen dos lenguas que hablan al mismo tiempo confundiéndoles. Y aunque saben muy bien disimularlo, dejar de tener dos caras sería negarse a sí mismas. Así que se terminan convirtiendo en motivo de cohesión y de coerción simultáneas, amuleto un tanto funesto del fin de una etapa. Recuerdan la teatralidad del ego mediante la ecdisis, más conocida como muda de los insectos, sugiriendo la fatídica obediencia del cuerpo a instintos animales diminutos.
Ernesto Zavala
0° 0´ 0”
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